Ah... la confianza... tan difícil de conseguir, tan frágil de romper, tan valiosa y tan subestimada.
Hola de nuevo, amigo mío, ¿confías en mí?
Sé que suena bastante directo pero, en serio, ¿lo haces? ¿Me contarías que estás en apuros si así fuera? ¿Me confesarías un secreto que guardas en tu corazón si necesitases dejarlo salir?
No me da miedo la respuesta, mi querido compañero. Estoy completamente conforme con cualquiera de las dos. Me honraría la afirmación y, sin embargo, más cauta me parecería la negativa.
Sea como fuere, ¿te has parado a pensar en lo rápido que confiamos en algunas personas y lo mucho que tardamos en confiar en otras?
Mi amiga cogió un vuelo hace no mucho, vino de Francia y no pude sino pensar que, siendo honestos, acababa de confiar su vida literalmente a un desconocido por segunda vez (teniendo en cuenta que era el vuelo de vuelta a casa).
Confiamos nuestra vida día tras día a desconocidos. ¿Por qué hacemos algo así?
No conozco de nada al señor que conduce el autobús que suelo tomar para llegar hasta aquí, alguien que podría perfectamente haber tenido un mal día o no estar en condiciones de conducir un vehículo siquiera.
Iré más allá: las personas confían cosas tan importantes como su salud a los médicos, o la educación de sus hijos a desconocidos que —llevando este pensamiento al extremo— bien podrían maltratarlos dentro de las aulas. ¿Quién te asegura que eso no podría pasar?
Pero no pasa. ¿No crees que eso es lo realmente extraordinario?
Nos sentamos pacientes a que un trabajador acerque a nuestro cabello todo tipo de filos que, mal usados, podrían sin duda terminar con nuestra vida. Y aun así... ¡seguimos yendo seguros a la peluquería!
Compréndeme, amigo: no quiero decir con esto que dejes de hacer todas esas cosas. Faltaría más. Al menos yo no voy a dejar de ejercer esta ciega confianza en desconocidos.
Quizás no sean más que divagaciones sin destino.
Es solo que, a veces, tendemos a dar por sentado cosas que, sobre el papel, no tendrían por qué funcionar.
Aun así, lo hacen.
No es como que le confíe mi salud o educación a mis amigos; sin embargo, por algún motivo, me cuesta más confiar en ellos que en un piloto que bien podría estrellarse intencionadamente contra el primer edificio que le pareciera idóneo.
Antes de irme, me gustaría dejarte con la pregunta con la que empecé:
¿Te has parado a pensar en lo rápido que confiamos en desconocidos y lo mucho que tardamos en confiar en nuestros allegados?
Y, aun así, los hay que afirman no confiar fácilmente, aunque juraría que estos también suben en avión y... se cortan el pelo.
Hasta el siguiente café.
Cuídate.