Enfadarse... es un asco. En serio. ¿Por qué la gente carece de sentido común?
Ah, hola, siento mucho empezar así la conversación, pero no he podido evitarlo.
Quizás sea un poco pronto, pero necesito compartir mi problema con alguien y... bueno, por alguien sabes que me refiero a ti, ¿verdad?
El asunto es que mi mejor amiga y yo nos enfadamos esta mañana. El motivo fue que simplemente le comenté que quizás debería empezar a tomarse más en serio los estudios, que me tenía francamente preocupado.
Ella, muy a su manera, decidió decirme que estaría bien y que, básicamente, no me metiera en sus asuntos.
Sé que se pone a la defensiva porque piensa que yo no confío en sus posibilidades de aprobar todos los exámenes, pero se equivoca.
A lo que quiero llegar con este pequeño fragmento de mi vida cotidiana es que los enfados son un suplicio. En serio.
Quiero decir, esa sensación de tensión, ese nudo en la garganta del que quiere pero no puede hablar, del que quiere estar bien pero a la vez se mantiene firme en su enfado. Quizás movido porque la razón le insiste en que, si mantiene ese malestar, será la otra parte quien se dé cuenta de su error y todo se solucione con una simple disculpa.
Pero todos sabemos que las cosas no son tan sencillas.
Para empezar, las cosas nunca terminan así.
No sé cómo llevas tú los enfados, pero a mí me cuesta horrores tanto controlar el nudo en la garganta como dejar atrás mi postura orgullosa.
Mira, sé que peco de duro, pero una vez me enfado, el orgullo me doblega. Al final, aunque el enfado pudiera haberse resuelto si yo hubiera ido a mi amiga para explicarle las cosas, perdimos toda la mañana sin hablar y a estas alturas de la tarde ni siquiera he hablado con ella aún.
Sé lo que estás pensando, que soy un tozudo, pero ¿tan tozudo soy? No es como que ella haya tomado la iniciativa, y también podría haberlo hecho.
Pero... te confesaré algo: hace un tiempo, perdí una amistad por un solo enfado.
Nos peleamos y, como cada uno se mantuvo en su postura orgullosa, no hubo mediación.
Pasaron minutos, horas, días, semanas... y, finalmente, meses e incluso cambiamos de año.
Para cuando nos reencontramos en una reunión social, él... no era el mismo, tampoco yo.
Y simplemente un vínculo que antaño me parecía robusto cual roble, se vio mermado por las termitas del orgullo.
No puedo permitirme perder a más gente por cosas así. Ya no.
Tengo que hacer una llamada, muchísimas gracias por escucharme.
A este café invito yo.